La crítica musical, en su forma más noble, enriquece la experiencia estética, informa al público y acompaña el crecimiento artístico de las instituciones. Pero cuando el foco deja de estar en la música y se desplaza hacia la alabanza de los despachos o la repetición de consignas de gestión, deja de ser crítica para convertirse en propaganda.
Ese desplazamiento -sutil pero constante- es el que se percibe en los artículos de Paco Yáñez en Scherzo sobre la Real Filharmonía de Galicia desde junio de 2023. El patrón es claro: elogios sistemáticos a la dirección artística y técnica, y desprecio -implícito o directo- al trabajo de los músicos. Leyendo estas críticas, no puedo evitar recordar mi infancia en la Rumanía comunista, cuando incluso los conciertos acababan siendo pretextos para alabar a Ceausescu por su visión cultural. Parece que, una vez más, la música es lo de menos.
Varias citas ilustran un entusiasmo constante hacia el aparato de gestión, incluso cuando los conciertos no son objeto central de análisis. El énfasis no está en lo que suena, sino en quién lo programa y desde dónde se gestiona:
Este tipo de frases no analiza una obra ni una interpretación. Es un juicio de valor sobre el rumbo, sin evaluar lo que se ofrece en escena. Se le pide al público que valore no la experiencia musical, sino el alineamiento con una visión estética contemporánea.
La música desaparece del foco: lo importante no es cómo sonó la orquesta ni qué transmitió el programa, sino el hecho de que hay novedades y que estas provienen de la dirección técnica. Todo se sitúa en términos de modernización estructural, no artísticos.
¿Y qué significa exactamente orquesta del siglo XXI? ¿Interpretación históricamente informada? ¿Paridad en la programación? ¿Presencia digital? ¿Repertorio experimental? La frase es ambigua, pero sugiere que hasta entonces la orquesta vivía anclada en el pasado. Una declaración fuerte, sin una sola referencia al trabajo interpretativo de quienes sostienen cada concierto.
Esta cita ilustra un giro claro: el análisis musical se sustituye por una narrativa institucional. No se habla del estreno, ni de la obra, ni de la interpretación. Se afirma que la RFG está en el centro del debate y que el público debe saber valorarlo. No se invita a escuchar, sino a adherirse. La crítica ya no reflexiona: valida. Y en ese gesto, la música desaparece. La frase final del artículo confirma esa deriva:
El lenguaje ya no es analítico, sino directamente político. Convertir una etapa concreta de gestión en bien de interés cultural y señalar como amenazas a quienes no se alineen (palos, flautas o arcos) transforma la crítica en consigna. La metáfora, lejos de ser inocente, deshumaniza a quienes podrían cuestionar el rumbo, identificándolos como obstáculos. Aquí la crítica ya no observa: milita.
Más grave aún es el tratamiento reservado a los intérpretes. Lejos de valorar matices o trayectorias, el discurso es directo, contundente y reiterado: los músicos son un obstáculo.
Aquí el mensaje es claro: lo válido es lo nuevo, lo anterior debe sustituirse. Se promueve abiertamente un recambio generacional, sin mencionar méritos, contribuciones o siquiera qué criterio más actualizado se está aplicando.
Es una de las afirmaciones más duras. No se habla aquí de un reto técnico ni de dificultades interpretativas puntuales, sino de una imposibilidad estructural. La frase sugiere que, con los músicos actuales, ni siquiera es concebible alcanzar un resultado ideal.
Se utiliza la palabra carencia sin matices. Una crítica legítima al estilo podría desarrollarse con argumentos, pero aquí se reduce a una sentencia tajante: no hay estilo, no hay instrumentos adecuados.
Este tipo de afirmaciones no es crítica musical: es una sentencia. Nombrar qué sección debe ser renovada no aporta reflexión ni análisis, impone una narrativa autoritaria. No se escucha la música, se disciplina al músico. Y con ello, se empobrece el espacio artístico y el diálogo público.
Un discurso repetido y selectivo no enriquece la conversación cultural: la empobrece. No construye puentes, sino jerarquías. No ilumina la escena, sino que la reordena en función de un relato previo. Cuando la crítica deja de escuchar lo que ocurre en el escenario para validar decisiones de gestión, lo que se debilita no es la moral de los músicos, sino la legitimidad del propio análisis. El vínculo con el público se desdibuja, la música queda desplazada, y la modernidad se convierte en eslogan antes que en propuesta sonora. La crítica, cuando actúa con responsabilidad, puede acompañar los procesos, abrir preguntas y enriquecer el contexto. Pero cuando se convierte en un instrumento de validación de poder, deja de dialogar y empieza a dictar.
La Real Filharmonía de Galicia no necesita halagos. Necesita crítica, sí. Pero una crítica que escuche lo que suena, que analice con profundidad el trabajo interpretativo y que sepa distinguir entre el discurso institucional y la experiencia sonora real. La música no nace en los comunicados de prensa. Nace cada semana, en el esfuerzo invisible y colectivo de decenas de intérpretes que hacen posible cada concierto. Y ese trabajo -sensible, complejo, valiente- también merece ser escuchado. Y esa escucha -de la crítica, del público y de las instituciones- es hoy más necesaria que nunca.
Porque cuando la crítica desafina, lo que se pierde no es solo el equilibrio: es la posibilidad de escuchar la música en toda su verdad.
Irina Grunia es violinista de la Real Filharmonía de Galicia
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